jueves, enero 15, 2009

el funeral que nadie ve

Dios está acostado de espaldas con la vista fija, extraviada en el infinito que el mismo ha creado y cuidado por milenios. Tiene el rostro compungido, la boca rígidamente estirada, seria y ambigua, entre tristeza y enojo. Nadie se acerca a verlo y quienes pasan por su lado apenas asoman la mirada para salir de la curiosidad, pero como nunca lo han visto, lo consideran un desconocido y se van. Mientras tanto, Dios sigue ahí, impertérrito sobre las telas blancas que acolchan el féretro, iluminado en su palidez por los cuatro candelabros esquineros. Ni una flor, ni una corona lo acompañan. Bajo el ataúd unos niños corren zigzagueando entre las patas de los candelabros jugando al pillarse. De pronto, dos de ellos se esconden bajo el cajón, uno ocultando una chapita con la estrella de David y otro, su medialuna musumlana, asustados luego de sentir cómo una gran roca acerada cae impetuosamente junto al cajón levantando una polvareda enorme y que mientras se disipa deja entrever uniformados aun inidentificables que se acercan armas en ristre y varios de sus amigos empolvados, tendidos tal como está Dios en su cajón. Para ellos, el juego del pillarse perdió la gracia.

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