domingo, febrero 14, 2010

LOS GRANDES TRIUNFOS

En el distante México, un joven de 560 kilos postrado en su cama, casi inmóvil, celebraba con alegría la pérdida de peso que lo dejó en 360. Celebraba sentirse un hombre nuevo, con un cambio significativo que muy pocos podían notar. Entonces, manifestó su alegría, encendió la radio y junto a su madre se puso a escuchar rancheras.

A más de 7 mil kilómetros de ahí, en Chile, una mujer celebraba el éxito de poder cambiar su rancho de cuatro palos en pie y cartones por una mediagua de madera con techo de zinc. Por fin iba a poder dormir junto a sus tres hijos en un colchón que no reposaría directamente sobre tierra.

Mientras la mujer abría asombrada la puerta de su nueva casa, en un hospital público de Santiago, un joven celebraba con orgullo el logro de poder mover sus piernas después de meses. Las movía, las flectaba y no dejaba de mirarlas mientras se mantenía apoyado sobre un par de muletas. Una sonrisa fija en su rostro delataba su felicidad. Felicidad que se proyectaba en el rostro de un camillero que lo miró mientras pasaba por fuera de la sala, imaginando cómo celebraría sus 6 meses sin fumar después de años consumiendo una cajetilla al día. La persona más feliz con el logro del camillero sería su esposa, que esperaba el primer hijo después de una dura terapia de fertilización.

El profesor de una escuela pública rural cerraba el libro de clases después de dar por finalizada la jornada. Sonreía brillantemente mirando a cada uno de sus alumnos porque todos ellos habían aprobado su asignatura sin necesidad de caer en el vicio de arreglar las escalas de notas. Al fin había logrado que sus alumnos le entendieran la materia.

Por fuera de la escuelita, una niña pasaba pedaleando su bicicleta como una locomotora, disfrutando el tibio viento en la cara y viendo cómo ya no tambaleaba después de que por fin podía andar sola, sin rueditas atrás.

Una prostituta vaciaba en el baño la petaca de pisco con que se acostumbraba embriagar antes de ir a trabajar a la esquina de siempre, porque había decidido que no saldría más a ejercer el oficio después de inscribirse ese mismo día en un programa municipal para terminar la enseñanza media y de haber encontrado un trabajo como nana de un niño down, cuyos padres no paraban de celebrar que el pequeño había logrado lavarse por sí solo. Entonces, la prostituta se sintió libre, contenta, tan contenta como si hubiese cambiado un rancho por mediagua, como si hubiese aprendido a caminar después de años, tan contenta como el camillero que miraba sus bolsillos con más plata porque había dejado de gastar en cigarros o el profesor que veía que sus alumnos pasaban de curso, como la niña que corría libre en su bicicleta sin rueditas, como el gordo mexicano se sintió al perder los kilos que lo hicieron sentir menos gordo. Y quiso celebrar con su soledad. Y entonces encendió la radio, justo cuando empezaba a sonar una ranchera.

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