martes, agosto 29, 2006

CIRCUNLOQUIO ONTOLOGICO DE LAS MICROS

La semana pasada necesitaba ir a Puente Alto. Como buen peatón, debí esperar un largo rato por algún bus (así se llaman ahora) que me llevara a destino. En vista que llevaba más de 30 minutos esperando y no pasó ningún transantiago, me subí a la única micro (sí, aun hay) que pasó en todo ese tiempo. Amarillita por fuera, pero viejita por dentro. Vieja-vieja. De esas de la Era Ovalle-Negrete. Alguno se acordará de unas micros grandes de ese entonces, típicas de las Golf-Matucana o unas Central-Ovalle más nuevas, que eran bien espaciosas, sin los primeros asientos, casi las únicas que tenían la puerta de subida de una sola hoja (casi todas las demás eran de dos y se abrían con una palanca), que los asientos no eran separados, sino de un sólo ancho, con tapiz de cuerina, con la baranda para afirmarse como de aluminio y que típico que el respaldo por atrás era como de latón o madera pintada; los pasamanos estaban casi pegados al techo y había que empinarse para poder afirmarse. El timbre, típico que era de campanilla que no sonaba y funcionaba con un cordelito.

Y esos buses como los del show de Porky, medios redondos adelante y atrás, que la subida era super angosta y uno no llegaba nunca arriba y a la entrada tenían los asientos pegados a la pared mirando al pasillo y que cada vez que frenaba la micro, uno se iba para los lados y no hallaba de dónde afirmarse. Parecía tagadá.

Y alguien se acordará de esas micros que tenían los asientos de atrás en una tarimita. Típico que nadie usaba el asiento frente al pasillo porque en la frenada, uno se iba hacia delante… sacada de cresta al tiro.

Y las típicas Ovalle-Negrete, celeste con blanco, o las rojas Matadero-Palma, con Lagarto Juancho incluido, (había unas que tenían un Don Gato, pero no recuerdo de qué línea eran) esas Mercedes Benz, como la 60, tarrientas, con un colorinche asiento de mimbre para el chofer que hacía juego con la mini-persianita del parabrisas, el pañito rojo con flecos y espejito junto al botiquín blanco de madera pintado a mano, la palanca de cambio transparente con un cangrejito y flecos y con los santitos y banderitas de clubes deportivos. Tenían unas ventanas cagonas que apenas se abrían, gracias a un pedacito de vidrio, por las que las viejas botaban pa’fuera los blancos papelitos con el pandita repetido, pegajosos de Lyn Panda (Panda Piña) Los últimos asientos (todos eran de madera con armazón de fierro y tapizadas en cuerina) quedaban frente a la bajada y como las micros siempre andaban con las puertas abiertas, cada vez que frenaban con esos frenos de aire que se oían a una cuadra y que luego partían con ruido de carraspera, no faltaba la vieja a la que se le caía la chauchera con esas monedotas de $10 que eran como las actuales de $100 o que se le caía la chomba del niño. “¡Chofer, chofer! ¡Pare, pare!” y tiraban el cordelito, pero la campanilla de bicicleta apenas sonaba, se sentía porque el cordelito chocaba con el techo. En el techo, las luces eran unos focos como platillos voladores a los lados del pasillo y también habían unos círculos que creo que eran parlantes, que tenían como un asterisco.

Para colmo eran oscuras, casi todas pintadas verde o azul por dentro, con los pasamanos de fierro que te dejaban las manos negras.

Las micros que querían amononarse tenían cortinas que corrían por unos alambres chuecos como cola de chancho… y ni acercarse a la ventana, porque las cortinas no las lavaban nunca.

Para qué hablar de cuando se les ocurría limpiar la micro…con petróleo, caramba. Aún recuerdo esas sacadas de cresta que algún día se desclasificarán.

Por eso, ¡¡viva el Transantiago, mierda!!
… ¡Eh! ¡La puerta! ¡jefe!...

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